Cuento de invierno en Montañas Vacías
Con varias expediciones importantes a sus espaldas, en Noviembre de 2021 Roberto García Lema comenzaba su periplo por MV en unas durísimas condiciones invernales. Tuve la gran suerte de poder conocerle al finalizar y charlar con él sobre las posibilidades de esta zona como destino de este tipo de aventuras en clima extremo. Con su evocador relato e impresionantes imágenes, Roberto narra su experiencia en compañía de su inseparable Kelpa. Toma asiento y disfruta del viaje.

Texto y fotos por Roberto García Lema
@desdeelcamino
Los proyectos a pedales en el extranjero son apasionantes pero muchas veces penden de un hilo. Su naturaleza es compleja por la cantidad de factores implicados.
Aunque suene a ciencia ficción podría suceder por ejemplo que, de la noche a la mañana, apareciese algún virus dispuesto a desarbolar el mundo y que lo dejase durante un tiempo girando a la deriva como un derviche borracho. De esa manera, ese viaje que habías planeado hace dos años a la lejana y resplandeciente morada de las nieves, a ”Jimaalaia”, se vaya al infierno en apenas unas semanas.
Estas cosas pasan, créeme. Hoy en día nuestro mundo es tan pequeño que ya no sabes a qué atenerte.
Por esas jugarretas del destino siempre tengo algunos ases escondidos bajo la manga. Un puñado de viajes “domésticos” por mi país, por España, guardados dentro de la caja de emergencias mientras esperan que a llegue su momento, su oportunidad para salir a correr.
Así es como la idea de hacer la ruta de las Montañas Vacías estuvo cogiendo pátina durante años, reposando junto a otros planes B. Hasta ahora.


Montañas Vacías. Pero más vacías que nunca. En condiciones invernales.
Será una ruta circular de 700 kilómetros acompañado por mi joven perra Kelpa, rodando por encima de los 1.500 metros de altura la mayor parte del tiempo y a través unos de los parajes menos poblados de Europa.
En algunas zonas su densidad de población es tan baja que apenas puedes encontrar a medio ser humano por cada kilómetro cuadrado.
Había decidido empezar la ruta en Teruel a finales de noviembre y entonces sucedió la magia.
Esos días una potente borrasca estaba sembrando de nieve y temperaturas bajo cero las cinco sierras por las que trascurre la ruta: Albarracín, Serranía de Cuenca, Montes Universales, Javalambre y Sierra de Gúdar.
Me puse en contacto con los mandos del Servicio de Extinción de Incendios y Salvamento de la Diputación de Teruel para consultarles la posibilidad de dejar mi furgón estacionado en las instalaciones del parque de Teruel el tiempo que durase la travesía.
La respuesta fue inmediata y afirmativa.
Los bomberos somos una gran hermandad. Una red cuyas alas se extienden por el mundo y que siempre presta ayuda a uno de los suyos.
En cualquier parque del globo al que recalemos somos recibidos por y como camaradas.
Estoy seguro de que si algún día pudiera explorar con mi bicicleta el espacio exterior y arribase a un planeta lejano y desconocido que contase con servicio de bomberos, esos tipos verdes, de grandes orejas y tentáculos retráctiles me invitarían a pasar un tiempo con ellos.
Nos contaríamos telepáticamente historias de incendios y rescates mientras comíamos ancas de rana. Beberíamos grandes barriles de cerveza tostada mientras un hermoso planeta azul atravesaba el horizonte dorado y crepuscular a 2 millones de kilómetros por hora y durante la noche descansaríamos en cápsulas ingrávidas escuchando el Carmina Burana.
Empezaba a despuntar el día 26 de noviembre cuando me despedí de los compañeros, que a esa hora realizaban el cambio de guardia.
Habíamos intercambiado formas de contacto y les había informado de la ruta que iba a realizar hasta el día 10 del mes próximo por si surgía algún incidente.
Luego, me puse en pié sobre los pedales y comenzamos a callejear para encontrar la ruta que se escapaba asilvestrada por las afueras de la ciudad.
Atravesamos el puente sobre el río Turia encogidos bajo el tráfico y el frío. Volutas de humo blanco se retorcían en las chimeneas de los hogares como gatos mimosos mientras la ciudad se desperezaba al ritmo del claxon de las furgonetas de reparto. Un tímido sol descorchaba las primeras luces temblando.

Kelpa trotaba a mi lado, elegante y electrificada, atenta a las indicaciones de dirección y velocidad, subiendo y bajando de la acera, sorteando farolas, al muchacho de los periódicos, al vendedor ciego de la lotería.
Una bandada de palomas beatas, rollizas y de mejillas encarnadas la dejaban pasar alborotadas mientras aleteaban sus velos blancos y crucifijos.
Después de un viaje por carretera de más de ocho horas desde Galicia, al otro lado de la península, Kelpa buscaba de manera insistente establecer contacto visual conmigo para que le diese esa orden que la dejase correr libre.
Necesitaba llegar a campo abierto y allí hacer estallar su inagotable energía, un pequeño reactor nuclear apenas contenido en el cuerpo atlético de 14 kilos y once meses de edad.
Poco después de cruzar el río, dejamos el asfalto y comenzamos a subir por el barranco de San Abdón y Senent. El muro vegetal tamizaba los sonidos y ruidos de la urbe y el paisaje se despojaba casi de repente de su traje de asfalto, tatuajes de ladrillo y hormigón.
Acababa de abrirse la puerta del patio para salir al recreo.
Kelpa recibió la orden que estaba esperando “Dale…!!!” y despegó monte arriba como alma que lleva el diablo. Envidiando su libertad, un equipo de perros huskies atados en una vivienda cercana gañía tirando con violencia de sus cadenas.
El remoque sin embargo era harina de otro costal. También estaba equipado para este viaje con neumático de 3 pulgadas pero su paso de rueda no es lo suficientemente ancho como para evacuar aquel tipo de barro, o en ocasiones la nieve que íbamos a encontrar más adelante. Ambos se acumulaban entonces hasta llegar a bloquear la rueda cada pocos metros.
Rodamos las primeras decenas de kilómetros por un terreno muy blando y con largos tramos de barro mientras atravesábamos parajes minimalistas, paisajes agrícolas y cielos diáfanos. Los campos arados parecían pequeños mares interiores salpicados de islotes de matorral y arbolado bajo donde la fauna buscaba refugio y en los que se quedaba enmarañado el viento.
Las cubiertas de 29×3 pulgadas de la Ursa Major acumulaban gran cantidad de barro arcilloso. Este se desbordaba por los masivos pasos de rueda heredados de su geometría de fatbike y caía por su propio peso. Pocas fueron las ocasiones en que tuve que despejar a mano el barro de la horquilla y nunca me vi en la necesidad de hacerlo en las vainas traseras.
La técnica tenía tanto de tediosa como de sencilla. Empujaba mientras contaba mis pasos y paraba. Despejaba a mano la rueda. Empujaba mientras contaba mis pasos y paraba. Despejaba de barro la rueda. Empujaba mientras volvía a contar mis pasos y volvía a parar. Volvía a despejar la rueda…… Una y otra vez. Nunca llegué a contar más de 13 pasos seguidos. Perdía la cuenta de las veces que limpié la rueda.

Al cabo de pocas horas el barro sobre la pista se hizo esporádico o había vegetación suficiente en los lados del camino como para poder rodar sobre ella.
En cualquier caso, aquella primera jornada fue un adelanto de lo que serían las dos próximas semanas: me tendría que ganar cada metro de la ruta, midiendo muchas veces el avance en centímetros.
Las bandadas de grullas marchaban en formación sobre nuestras cabezas, dibujando perfectas V negras que atravesaban el cielo al ralentí. Su estricta disciplina de vuelo contrastaba con el escandaloso gruir. Le cantaban a la vida a voz en cuello. Cantaban para no perderse y cantaban para darse ánimos entre ellas en su largo viaje hacia el calor del sur.
Aquella tarde atravesamos el paraje de Pinares del rodeno.
Es un paraíso de piedra arenisca que ha sido modelado por el martillo pilón de la meteorología durante siglos y que está tapizado por el pino resinero, un árbol capaz de crecer en lugares imposibles. Colores rojo y verde.
El águila real chilla en lo alto y su eco reverbera por el laberinto de barrancos de cristal. Desde la prehistoria, el hombre ha encontrado en ese lugar un templo para manifestar su necesidad de comprender, de expresarse y de trascender a través de la roca.
Las pinturas rupestres nos hablan de escenas de caza, de rituales, de la domesticación de los primeros animales o de los inicios de la agricultura.
La escalada en bloque atrae a cientos de practicantes cada temporada desde cualquier rincón del planeta.
Una familia de jabalíes, sorprendida tras un grupo de encinas rebeldes, escapa corriendo ante nuestra presencia provocando pequeños terremotos con sus pezuñas.
En el horizonte cercano aparecen las primeras nieves.
El pueblo de Albarracín es una paleta de colores cálidos olvidada en un meandro del río Guadalaviar. Ocres, marrones, rojos y amarillos. El verde de los chopos desborda la ribera bajo el desnudo gris de la montaña.



Las calles serpentean estrechas y desordenadas y mueren al pié de las murallas que parapetan al pueblo por el noreste.
Una mujer alimenta a un grupo de 30 ó 40 gatos y los va llamando a cada uno por su nombre: Michu, Negrita, Rayo, Elvis, Kira…… . Kelpa se había quedado rezagada jugando con otro perro y cuando me alcanza corriendo se desata el armagedon felino.
En casa vivimos con tres gatos y a Kelpa le encanta estar con ellos pero ni Michu, ni Negrita, ni Rayo, ni Elvis, ni Kira ni ninguno de sus colegas lo saben y salen disparados como perdigones en todas direcciones.

Después de la Torre del Andador y de las antenas del pueblo comienza a soplar el cierzo y los primeros copos de nieve llegan del norte del tamaño de granos de arroz.
Levanto nuestro campamento encorvado contra el viento. La ventisca encala la noche y sacude el toldo naranja intentando arrancarlo del sitio. Mi veterano hornillo de gasolina ruge dentro de la tienda como la turbina de un avión de combate y el olor a puré de patata y a sopa de pollo convierte el interior de ese pedazo de tela en un hogar confortable.
A decenas de metros sobre nosotros continúan cantando las grullas.
Kelpa pasa la noche fuera, descubriendo ese fantástico mundo helado y novedoso para ella aunque, de vez en cuando, se acerca para tocar con su trufa húmeda mi cara.
El toldo gualdrapea mientras me quedo dormido.

Nuestra rutina comienza cada día cuando el despertador quiebra la quietud de la noche a las 7am. Todavía no ha amanecido.
Como no siento la necesidad de comer algo hasta media mañana no tengo que perder el tiempo desayunando y el protocolo de recoger y desmontar el campamento es bastante rápido. En apenas una hora nos ponemos en marcha y puedo aprovechar al máximo las pocas horas de luz que hay en invierno. Recoger el voluminoso saco de dormir y la esterilla hinchable son las tareas que menos me agradan.
Avanzamos con rapidez sobre la capa reciente de nieve que empolva los caminos. Avanzamos levantando torbellinos blancos que se arremolinan tras el paso de mi última rueda, como el “Snowpiercer”, el tren de los 1.001 vagones que viaja alrededor de un mundo helado y apocalíptico sin poder detenerse jamás.


Cada día rodamos desde las 08 am hasta las 05 pm aunque apenas avanzamos cada jornada unos 45-50 kilómetros de media.
Viajar en bicicleta con tu perro es una gran experiencia que surge de forma natural en ambos. Imagino que las dos especies recordamos de forma atávica los viejos tiempos en que nos desplazábamos codo a codo persiguiendo a las presas, día tras día, cooperando para poder conseguir alimento, para calentarnos junto al fuego o para protegernos cuando caía la oscuridad y otras fieras más grandes que nosotros salían a cazar.
En lo básico, aquella primera relación continúa siendo la misma pero los seres humanos inventamos la rueda para poder montar en bicicleta y con ello modificamos el punto de equilibrio. Ahora nosotros podemos ser más rápidos y resistentes, podemos recorrer cientos de kilómetros en un día pero ellos no, y eso hay que tenerlo en cuenta.
Kelpa tenía 11 meses de edad cuando hicimos este viaje. Ella corrió una media de 42 o 45 kilómetros diarios durante las dos semanas que duró la ruta sin ningún tipo de problema, pero para eso hay que dedicarle ciertos cuidados.
Algunas consideraciones para disfrutar de largos viajes con tu perro:
No todos animales tienen las mismas aptitudes. Aquellos ligeros y con largas extremidades pueden cubrir grandes distancias durante muchos días con un esfuerzo menor y con menor desgaste.
El animal ha de estar sano y tener una vida activa.
Una alimentación de calidad y adecuada al nivel de exigencia física que se le pide es fundamental para su rendimiento. Además, un pienso de alta energía pesará menos que uno de gama media o baja pues necesitarás llevar menos cantidad. Kelpa consumió 6 kilos de pienso de alta energía en 14 días.
Hay que cuidar sus almohadillas y articulaciones, revisándolas cada noche, movilizándolas para anticipar cualquier tipo de molestia, palpar sus dedos y los espacios entre ellos. Aplicar ungüentos o bálsamos cicatrizantes, hidratantes, calmantes, incluso varias veces al día según las condiciones de la pista y el terreno.

No menos importante es que el animal sea equilibrado, que sepa comportarse bien allá donde vaya y que conozca un buen puñado de órdenes además de las habituales.
Por ejemplo: ponerse en marcha, derecha, izquierda, parar, esperar, más rápido, más despacio, dar media vuelta, saltar, pasar delante, permanecer junto a ti y por supuesto, no puede causar daño a la fauna local, salvaje o doméstica. En caso contrario, deberías llevarlo atado.
La vida animal es exuberante y corre o vuela a nuestro alrededor: buitres leonados, corzos, gamos, gato montés…, los encuentros son continuos y tenemos momentos imposibles de olvidar.
Un zorro rojo dotado de una hermosa cola y Kelpa se persiguen alternativamente al fondo de la pequeña vaguada. La niebla oculta las copas de los pinos y si contengo la respiración el silencio lo cubre todo. Son dos pinceladas de rojo y fuego que bailan tirabuzones afilados sobre la nieve.
Me agacho para esconderme detrás de la bicicleta a observar una manada de ciervos que rumian en medio de un claro del bosque. Es un grupo numeroso, con varias hembras y ejemplares jóvenes de la última camada. Kelpa, obligada a permanecer sentada a mi lado, me empuja con la pata y gañe a modo de protesta. La manada no puede olernos a favor de viento pero saben que estamos ahí y estiran los estilizados cuellos apuntando con sus once pares de orejas/radar hacia nosotros. Cualquier señal que suene a peligro los hará salir corriendo. Llega la ventisca y en unos segundos la visibilidad queda reducida a unos pocos metros.
Me reincorporo como un anciano, con las piernas entumecidas por el tiempo de inmovilidad y comienzo a empujar la bicicleta contra el viento, la cabeza escondida entre los hombros. Los copos de nieve se estrellan con impactos secos contra el anorak y Kelpa se pega a mis talones buscando refugio.



Localizo en el gps una mancha de color naranja y oriento mi ruta hacia ella, prácticamente a ciegas, sin otra referencia que la que proporciona la pequeña pantalla. Me doy de bruces con una cabaña para el ganado que nos ofrece cobijo en el pandemonium.
Los ciervos se alejan como fantasmas de humo. Sus siluetas veladas por gasas blancas encuentran refugio en el bosque cercano.
Aterido de frío necesito varios minutos para abrigarme y entrar en calor.
Las jornadas por la Sierra de Albarracín son tan hermosas como duras. Especialmente hermosas y a veces, especialmente duras.
Las nevadas diarias, aunque no son grandes, continúan engrosando el manto, ralentizando mucho el avance y obligándome a empujar o cargar la bicicleta y el remolque durante horas. En esos momentos me siento como si condujese a “Gertrudis”, el trenecito de dos vagones del abuelo de Pepa Pig que trastabillea por las vías a ritmo lerdo mientras el mundo gira vertiginoso a nuestro alrededor.
Al llegar al pueblo de Bronchales nieva de manera copiosa. Las máquinas quitanieves escanean la atmósfera con macilentas luces amarillas, entre bocanadas de humo sucio y cansado. Semejan anticuados autómatas distópicos que trabajan en un mundo en el que ya no hay seres humanos, programadas para dejar transitables para otras máquinas las carreteras que llegan y salen del pueblo.



Con más de medio metro de nieve virgen y con el anochecer a la vuelta de la esquina, el sendero que conduce hasta Griegos subiendo por el refugio de la Portera supera mis posibilidades. Decido continuar por la carretera local que une las dos poblaciones a pesar de la nieve. Algunos árboles yacen atravesados, con sus cuerpos todavía calientes temblando negro sobre blanco.
Cuando el cielo comienza a tornarse dorado encuentro un lugar donde montar el campamento en las entrañas del bosque. Kelpa se acurruca junto al pino sobre el que apoyo la bicicleta y cubre con su cola el hocico mientras levanto el toldo, monto el campamento y enciendo la cocina.
La temperatura cae a los pocos minutos. Jack Escarcha anida en mi barba y las conversaciones con Kelpa quedan suspendidas del silencio, atrapadas en la hora azul.
El cuerpo me pide calor y descanso. Mientras me pongo los calcetines de lana y los patucos de plumas sentado en el saco de dormir, la sopa de miso humea deliciosa. Un par de guantes húmedos cuelga a media altura del toldo, cerca de la cocina. El medio kilo de miel que durante el día llevo en la bolsa del cuadro está tan espeso que lo tengo que calentar dentro de la parka, pegado a mi cuerpo, para poder trasvasarlo desde su envase original a mi estómago. A un ritmo de un par de cucharadas cada día.
A las 7 pm. el mercurio marca ocho grados bajo cero.
Observo a mi Chumba reposando contra el árbol sobre su costado de babor. Blanca y helada, desmantelada, con los correajes colgando y las bolsas vacías para pasar la noche. Me vienen entonces a la memoria las fotografías históricas del Endurance, del Fram… . Semicriaturas al servicio del hombre que subieron a los libros, a la memoria colectiva por derecho propio.
En el pueblo de Griegos Kelpa juega con los perros locales y yo fotografío distraído mariposas congeladas en las fachadas. Me detengo en la fuente de la plaza para rellenar las botellas de agua y desde allí veo a una mujer parada delante de la puerta del bar. Cuando vuelvo a mirar ya no está. El bar está cerrado y hay más perros que personas. En los primeros 350 kilómetros de viaje no veré a más de cuatro seres humanos, un tanto esquivos…





A veces pedaleo dentro del bosque atravesando un silencio tan profundo que llega a ser claustrofóbico y me inquieta escuchar mi propia sangre circulando cálida por las venas. Kelpa acecha a los ratones bajo el grueso manto de nieve. Gira sus grandes orejas a uno y otro lado hasta que los ubica con precisión. Después, ejecutando una cómica acrobacia se deja caer desde lo alto quedando clavada en la nieve.
Otras veces atravieso pequeñas llanuras en las que puedo ver claramente a Yuri y a Lara surcando el páramo helado a bordo de su trineo de madera, camino de su refugio en “Varikimo”.
Al poeta Yuri y a la bella Lara… mientras Kelpa toca la valalaika en el palacio de hielo.
El pueblo de Chequilla otea el horizonte encaramado sobre el río Cabrillas, junto a sabinas, pinares y fortines rocosos tallados por la mano de la naturaleza en grandes moles de arenisca. El eco de los graznidos de un cuervo rebota entre ellas como lo hace la bola de una máquina de pinball entre los bumpers y los slingshots.


Cerca de la espectacular plaza de toros encuentro una persona, a uno de sus 17 habitantes según el último censo. Un hombre mayor que está cortando leña junto a la iglesia en mangas de camisa.
Las callejuelas huelen a invierno y el humo se derrama espeso desde la chimenea de la vivienda aledaña.
Sin dejar de bailar con el hacha para no enfriarse me advierte de que la ruta hacia Peralejos de las truchas está intransitable por el hielo. Que no voy a poder llegar.




Me he encontrado tantas veces en situaciones como esta que, aunque sean consejos bienintencionados, les doy una credibilidad relativa, orientativa, a veces anecdótica.
Mientras me documentaba para escribir este artículo y buscaba información sobre el número de habitantes de Chequilla, encontré un curioso informe relativo al censo de la localidad a mediados del siglo XVIII.
Por aquel entonces estaba habitada por un total de 32 almas distribuidas de la siguiente manera:
- Vecinos: 4 nobles y 23 pecheros
- Pobres de solemnidad: 1 pechero
- Viudas: 3 pecheros y 1 pobre
Los pecheros, también llamados villanos o plebeyos, estaban obligados a pagar impuestos al rey o al señor en contraposición con los nobles, los clérigos o los ricoshombres, que estaban exentos.
El vecino de Chequilla tenía razón cuando decía que buena parte de los 13 kilómetros son una rampa pulida como el cristal que en invierno separa las dos poblaciones.
Kelpa trepa con los crampones que trae de serie pero yo tengo que volver a la táctica de los relevos porque no soy capaz de transmitir la fuerza necesaria para empujar a “Gertrudis” sin resbalar. Desengancho el vagón y subo primero la bicicleta unos 100 metros. Después bajo a buscar el remolque y lo subo doscientos. Bajo a por la bicicleta y vuelta a subir otros doscientos metros, tallando pequeños escalones en el hielo con la punta de las botas para poder empujar con fuerza.
Así sucesivamente, decenas de veces, hasta que no tengo que hacerlo más.
En esas condiciones mi bicicleta brilla y sale a la luz el porqué de su diseño.

Su tubo horizontal tan inclinado, de inserción tan baja en la parte trasera, la dota de una geometría perfecta para afrontar nieve profunda o pedregales irregulares como cauces de río secos. Es decir, de afrontarlos sin riesgo de lastimarme los testículos cuando echo pié a tierra. Además, a la hora de empujar dispongo de un perfecto punto de apoyo sobre el que descargar mi peso corporal (justo unos centímetros detrás de la bolsa del tubo superior) y hacer que la bici avance con menos esfuerzo o incluso permitiéndome descansar.
El efecto secundario de este eficiente diseño es que el tamaño y la capacidad de almacenaje de la bolsa del cuadro se ve limitada pero aún así, según mi experiencia, puedes almacenar en ella víveres suficientes para más de una semana de autonomía.
Otra de las características de su diseño es el triángulo de generoso tamaño que desde el tubo del sillín sale proyectado hacia delante para insertarse en el tubo horizontal. No se trata únicamente de un refuerzo estructural sino que también tiene una función ergonómica importante.
Hace años, en los prototipos anteriores al modelo que finalmente entró en producción, este triángulo era un poco más pequeño, la sección del tubo era circular y los responsables de la marca estaban valorando eliminarlo.
Hablando con ellos, les presenté argumentos para que no solo lo conservasen sino que además lo hiciesen algo más amplio para poder utilizarlo como asa para levantar, arrastrar, manipular la bicicleta. Incluso con guantes de invierno puestos.
Cuando me enviaron el cuadro definitivo, tuve la satisfacción de comprobar que mis palabras habían tenido eco y que además se había rediseñado con una bonita sección oval para que fuese más cómodo de agarrar cuando la bicicleta está muy cargada.
Creo que hay pocos placeres en la vida más agradables que viajar con esta bicicleta.
Esa noche me duelen los dedos de los pies de tanto patear el hielo y además me doy cuenta de lo poco que he bebido a lo largo del día. Jaurías de calambres corren por mis piernas y por mis manos al menor movimiento.
La cena borbotea en la pequeña cazuela de titanio: pasta a los tres quesos con puré de patatas. Fuera, el viento juega silbando entre los radios de las ruedas de la bicicleta.
Como hago cada noche guardo en los bolsillos interiores de la chaqueta de plumas las baterías de la cámara y las pilas del gps que no se están recargando en la powerbank, para protegerlas del frío.
También como cada noche unto las patas de Kelpa con bálsamo hidratante y cicatrizante. Reviso sus dedos y movilizo las articulaciones de sus patas. Todo está en orden.
Frutos secos e higos dulces deshidratados.
Los aductores y los bíceps femorales de mis piernas se tensan y retuercen como cuerdas de esparto.
A veces tengo cobertura y puedo enviar algún video o mensaje a casa, a mis niños y a mi mujer, para que duerman tranquilos.



Leo un buen rato historias fantásticas sobre travesías por la montaña.
Infusión de jengibre.
En una de las botellas he preparado una mezcla con agua, algo de sal y miel para beberla a pequeños sorbos y recuperar el equilibrio durante la noche.
Cerrando la cremallera del saco de dormir los pulgares toman vida propia y se contraen hasta dejar mis manos convertidas en garras. Sonrío al visualizarme de forma cenital, durmiendo encorvado como un tullido, una gárgola deshidratada.
Bien avanzada la noche, Kelpa me despierta al tocarme con su hocico en la mejilla y comienza a meter su cabeza dentro del saco de dormir igual que un tejón entrando a su madriguera.
A su cabeza le siguen las patas delanteras, el pecho, las costillas, el vientre. Continúa reptando centímetro a centímetro hasta que el espacio dentro del saco es insuficiente y queda atascada. Con su culo pegado a mi cara.
Noto como tiembla de frío así que, aunque estamos un tanto apretados, dejo que se “acomode” y sin darnos cuenta los dos volvemos a caer en brazos de la modorra. Poco después nos quedamos dormidos.
He de decir que pese a lo incómodo que pudiera parecer la situación fue una noche plácida, sin flatulencias y reparadora, pero el problema vino cuando sonó el despertador a las siete de la mañana.
Ella no quería madrugar pero teníamos que levantarnos y estábamos encajados como dos piezas de un puzle ceñidas por una camisa de fuerza.
Yo no podía sacar los brazos y ella no obedecía la orden de retroceder así que utilizando los pies a modo de propulsores, retorciéndome como una larva, fui avanzando hacia la luz del final del túnel mientras una lluvia de cristales helados nos caía encima al golpear durante el forcejeo las paredes del toldo.
Cuando logré liberar el torso ella ya se había colado hasta el fondo del saco.
Perra haragana…
El “Padre Tajo” empuñando una espada, con barba larga y coronado por una estrella de hielo observa su propio nacimiento junto a las esculturas que representan a las tres provincias que le dan vida: Teruel, Cuenca y Guadalajara.



Juntos forman un alegoría escultórica que recuerda vagamente a personajes de las sagas nórdicas y que sirve de homenaje a este río, el más largo de la península.
Nace siendo apenas un arroyo de deshielo en los montes Universales y después de correr durante más de 1.000 kilómetros por la vieja península ibérica, vierte sus aguas al océano Atlántico, en Lisboa, en la bahía que los portugueses llaman “Mar de palha” por la cantidad de residuos vegetales que arrastra el propio río.
Pedaleo el Parque Natural del Alto Tajo. Decenas de kilómetros arriba y abajo por la montaña rusa que corre junto al curso de agua. Hoces y cañones, desfiladeros, sabinares y océanos de clorofila.
El río canta “alegro” en los tramos más angostos cuando la montaña lo aprieta con fuerza entre sus dedos, mientras que en los remansos, por efecto de las bajas temperaturas, un velo de “humo ártico” flota pesado sobre sus aguas verdes, cristalinas.
Estas aguas son el hábitat de la nutria europea, de la trucha, del barbo o de un cangrejo autóctono en peligro de extinción y hasta hace algunas décadas fueron el escenario de un oficio duro y peligroso, el de los gancheros.
Estos eran grupos de hombres, hasta tres mil, que desde finales del invierno hasta bien entrado el verano se encargaban de conducir río abajo las maderadas, los troncos de madera cortados en el curso alto del río y que guiaban hasta las ciudades de Aranjuez o Toledo.
“El río que nos lleva” es el homenaje en forma de novela que José Luís Sampedro dedicó a esos hombres y que fue llevado a la gran pantalla por José Luís Garci y Antonio del Real.

El ladrido de los corzos dentro del bosque pone en aviso de nuestra presencia a sus pequeños moradores. Están todos aquí aunque yo no los vea. La garduña, el tejón, los hurones, los erizos, el desmán de los pirineos… .
“Vosotros sois como niños, miráis pero no veis” – me diría Dersú Uzalá.
Los buitres leonados cabalgan las térmicas escuchando a Janis Joplin.
Levanto el primer campamento en la serranía de Cuenca pocos kilómetros después de Cerro Navajo.
Es ese tipo de noche despejada y cristalina en el que te parece estar asomado al universo. Una noche oscura y larga que nos une a través del vacío cósmico con el resto de millones de planetas y estrellas.
Tras ella llega un lento amanecer en el que nuestro hogar queda de nuevo aislado, separado de sus hermanas y hermanos siderales y ha de valerse por sí mismo. Comienza a ponerse otra vez en marcha como un carrusel dorado de feria.
Las carreras de los ciervos a través de los pastos helados resuenan en mi cabeza como una pelea de pesos medios sobre alfombras de cristales rotos.
Entrecierro los ojos cegado por el sol naciente. Ellos exhalan a pulsiones.
El vaho que envuelve sus siluetas a contraluz convierte a los seres del bosque en apariciones. Espíritus que, despojados de las fundas de músculo y piel, acuden para ver cómo se comporta este hombre. Eso me da miedo y a veces creo no estar a la altura.
En las largas subidas mi mente se enzarza con sus propias conversaciones mientras mis piernas, mi corazón, los pulmones, mis brazos… continúan trabajando como un todo para hacer avanzar a la bicicleta y al remolque.
A veces salto a futuros viajes, al del próximo año o al del año siguiente o regreso a mi casa para continuar con las obras de construcción del gran gallinero. Otras planeo aventuras con mis hijos y desayuno con mi mujer en la cocina y muchas veces me encuentro hablando con ellos en voz alta. Con ellos y con otros personajes, que aparecen y desaparecen sin poder precisar el tiempo que transcurre mientras estoy en ese estado de gracia hasta que un ladrido de Kelpa o alguna foto llamando a la puerta me trae de vuelta a estas montañas tan vacías.


Cae agua nieve durante un par de horas y las condiciones se tornan miserables.
La vida en el campamento está llena de rutinas.
Son rutinas vivas, ágiles, que pueden cambiar en cada viaje por las características del mismo. Engranajes de un reloj suizo que van encontrando su porqué, su lugar y su momento conforme pasan los días para conseguir el orden, el confort y un buen descanso dentro del campamento.
El primer paso tras detenerme cuando acaba la jornada es levantar el toldo. Ese trozo de tela piramidal que cobra sentido cuando se llena de aire, al igual que lo hacen las velas de un barco cuando se izan y son trimadas.
Después, y tras haber acomodado el equipo en su interior (esterillas, saco de dormir, cocina, botellas de agua, electrónica…) hago la revisión y en su caso mantenimiento del material, bicicleta incluida, aunque estas acciones suelen ser muy rápidas e intuitivas.
Luego recorro los alrededores del campamento para estirar las piernas. Curiosear. Juego un rato con Kelpa. Cazo fotos.
Ya de regreso llega el momento de mi aseo, de “ponerme la ropa de andar por casa”, los calcetines secos, los patucos de plumas.
A esas alturas habrá anochecido así que enciendo la pequeña luz roja trasera de la bicicleta que utilizo como luz ambiental y de lectura.
Recargo las baterías que lo necesitan y cuando están llenas las guardo en bolsillos próximos a mi cuerpo para guarecerlas del frío.
Mientras preparo la comida caliente del día consulto la ruta y la predicción metereológica para los próximos jornadas. Imagino un plan B por si una nevada me dejase inmovilizado en la montaña.
El aliento del dragón caldea nuestro refugio y desde la cocina llega el delicioso olor a parmesano que espolea mi hambre y me hace salivar como un perro de Pavlov.
Alimento a la bestia; barriga llena, corazón contento.
Infusión de jengibre con una cucharada de miel.
Termino el día leyendo durante un par de horas o hasta que el sueño me arranca el libro de las manos.
Apago la pequeña luciérnaga roja y el frío comienza a colarse a ras de suelo, reptando sobre su vientre húmedo. Kelpa duerme hecha un ovillo a mi lado con su cola tapando el hocico mientras nos aplasta la oscuridad.
Me acurruco en el saco de dormir y escucho como el bosque entero es mecido por el viento, música de aire y madera. Los copos de nieve van cubriendo nuestro refugio mientras se van cerrando los ojos.


Atravesamos Laguna del Marquesado a primera hora de la tarde. El fuerte viento de cara dispara contra nosotros con perdigones de plata. A la salida del pueblo hay un lavadero destartalado junto a un arroyo de aguas cantarinas que corre por el prado y aunque todavía quedan casi tres horas de luz decido parar y aprovechar lo que resta del día para lavar el material.
Con cada ráfaga la hierba se tumba sumisa contra el suelo fértil y el toldo, extendido a secar sobre ella, forcejea con rabia para arrancarse las piquetas que lo retienen y abandonar entonces libre la exosfera.
A principios de siglo atravesé el indlandsis de Groenlandia de sur a norte con Carlos Mengibar y Ramón Larramendi.
Viajábamos en un gran trineo articulado sobre el que siempre estaba montada una tienda y que era arrastrado por la fuerza del viento. Muy acorde a la mitología Inuit.
Teníamos cometas de tracción de diferentes tamaños y utilizábamos una u otra en función básicamente de la fuerza del viento. Cuanto más fuerte era uno, más pequeña era la otra.
Recuerdo que con un trapo poco mayor en superficie que mi toldo, éramos capaces de arrastrar sin esfuerzo el trineo cargado con casi una tonelada de material incluidos nosotros mismos.
Kelpa retoza panza arriba en un charco de sol.
Los calcetines y un calzoncillo recién lavados se columpian de manera frenética agarrados al manillar de la bicicleta.
A sotavento, escribo apoyado de espaldas contra el muro encalado.
Esa noche tuve un sueño ciertamente loco.
Durante un concierto de Rosendo se celebraba un concurso internacional para encontrar a la mejor tortilla de patata del mundo.
Éramos multitud los participantes que nos medíamos entre los fogones al ritmo del genio de Carabanchel y “Flojos de pantalón” sonaba arrebatadora por los altavoces. Un himno decibélico que desbordaba energía.
La organización nos surtía de todo lo necesario. Docenas y docenas de huevos, cientos de kilos de patatas, cebollas, barriles de aceite de oliva que llegaban a bordo de gigantescas pickups eléctricas.
A medida que transcurría la velada los rivales menos duros tenían que ser trasladados a los centros médicos de poblaciones cercanas derrotados por la presión y los golpes de calor.
Hora tras hora yo iba subiendo puestos en la clasificación hasta que, inevitablemente, llegué a la final y la gané.
El público se volvió loco. Gritaba fuera de sí emocionado, lanzaban confetis de charol y globos de colores. Algunos disparaban al aire.
Me había coronado como el campeón del mundo de la tortilla de patatas y la segunda clasificada era….
Greta Thunberg !!!
Entusiasmada con la música y completamente subyugada por mis artes culinarias ella era muy feliz y abandonamos el recinto de la mano, siendo oficialmente novios.
Rosendo cortaba mi tortilla sobre el escenario dándole hachazos con su Fender Stratocaster y luego lanzaba los pedazos al público, como si le estuviera dando de comer a las fieras.
En ese momento me desperté con un hambre atroz . Y con un molesto picor de ojos, intuyo que por la cebolla.


A la vuelta de un recodo en el camino un buitre leonado se alimenta de carroña a no más de 5 ó 6 metros del lugar donde me detengo. Es magnífico. Ninguno de los dos se esperaba este súbito encuentro.
Él comienza a huir asustado, levantado el vuelo mientras sus alas abanican pesadas el aire para generar sustentación.
Echo mano a la cámara pero si esto hubiera sido un duelo al sol yo habría mordido el polvo.
Tanto mi equipo fotográfico como mi estilo a la hora de llevarlo en la bicicleta son casi inútiles para la fotografía de fauna.
Prefiero los objetivos fijos. Por su reducido peso, su poco volumen y por su mayor resistencia a la hora de maltratarlos viajando por caminos tortuosos.
Llamados “Los tres amigos”, el 77mm, el 43mm y el angular de 31mm de Pentax son unos cristales clásicos, muy luminosos, metálicos, de excelente construcción y pequeños si pensamos que son lentes para una cámara de 35mm.
La única pega que les puedo poner es que no sean sellados como sí lo son otros de la marca.
Dentro de ellos mi mano derecha es el 43mm. Mi consentido de apenas 160 gramos. Es el único que me acompaña en este viaje porque aunque no sea el mejor en nada, es muy bueno para casi todo.
Me siento como pez en el agua con esa distancia focal y me encanta utilizar los pies para encuadrar pero he de reconocer que es inútil para fotografiar un jabalí a 20 metros.
Mi cámara de fotos viaja en una bolsa de cintura que cuando llueve o nieva o cuando los caminos están tan mojados que la rueda trasera escupe agua y barro contra mi espalda, va cubierta a su vez por una funda impermeable que le da una protección extra.
De esta manera es mi propio cuerpo el que absorbe y amortigua los golpes y vibraciones del camino y no la cámara e incluso en caso de caída, he aprendido a rodar como un gato para no romper el equipo.
Es fantástico y desde que hace siete años adopté este sistema para viajar con el material fotográfico en bicicleta nunca he tenido problemas ni averías en ninguna de las dos cámaras, una antigua APS-C que ahora utiliza mi hijo y una Full frame. Ambas funcionan como el primer día.
Pero toda cara tiene su cruz. Así que cuando me encuentro con un bonito buitre leonado alimentándose a la vera del camino e instintivamente, echo mano a mis riñones para coger la cámara, le doy la vuelta a la bolsa, saco la funda impermeable, abro la cremallera y por fin tengo la Pentax en la mano preparada para el disparo, el pájaro ya habrá llegado volando a la frontera con Francia y estará sentado en una roca fumando un pitillo.
Tres fieros mastines que estaban guardando las ovejas antes de llegar a Huerta del Marquesado nos persiguen a 25 kilómetros por hora durante más de un kilómetro.
A pesar de su molosidad semejan incansables.
No son capaces de alcanzarnos pero yo tampoco soy capaz de dejarlos atrás aunque para suerte nuestra rodamos por asfalto y cuesta abajo.
Kelpa los irrita ladrándoles con agresividad desde la seguridad del remolque.
A la entrada del pueblo hay un monumento que recuerda al accidente aéreo ocurrido en la zona en 1959.


Un aparato Douglas DC-3 de la compañía Iberia que cubría la ruta Barcelona-Tenerife con escala en Madrid, se estrellaba en la sierra entre los pueblos de Valdemeca y Huerta del Marquesado, falleciendo sus 28 ocupantes, incluido el gimnasta español Joaquín Blume, lo que dio al suceso una gran repercusión en la prensa internacional.
Según la versión oficial fue una potente tormenta eléctrica la que privó a la aeronave de los sistemas de navegación. Esto, unido a las pésimas condiciones de visibilidad y a las limitaciones técnicas de la época, propiciaron la tragedia y la nave impactó contra el llamado Pico del Telégrafo.
Al piloto le faltaron solo 50 metros para salvar la cumbre. Si pudiese haber levantado el morro apenas unos segundos antes…
Continúo conociendo los pueblos serranos, desvencijados, habitados por fantasmas y recuerdos. Barridos por el viento norte, por el olvido y por el modelo económico actual.
Don Felipe es la quinta persona que encuentro en los primeros 8 días de viaje, en casi 400 kilómetros.
Es un anciano de 90 años que todavía conserva los ojos de cazador de Lee Van Cleef y unas densas cejas blancas al estilo Santa Claus.
Está sentado en la puerta del zaguán de su casa, en Zafrilla y desde allí escanea el horizonte.
Viste una gruesa chaqueta marrón bajo la que asoma el cuello gastado de una camisa de cuadros de colores desvaídos y se cubre con un retorcido gorro de lana que publicitaba cuando yo era pequeño una marca de cigarrillos.
Sus cinco ovejas pastan a pocos metros y nadie, ni ellas ni él, ni un pequeño carea que sestea juntos a sus botas se extrañan de nuestra llegada.
Al cabo de un rato de conversación confiesa resignado:
“Aquí no queda nadie, somos los últimos, –refiriéndose a los pocos vecinos que todavía viven en el pueblo- la gente joven hace tiempo que se fue a las capitales”.
Kelpa juega un rato con el perrillo de Don Felipe y las ovejas ya nos miran incómodas.



Los caminos para atravesar los valles por debajo de los 900 metros, donde la nieve escasea o ha desaparecido, continúan pesados, con un firme fantástico para las patas de Kelpa en el que quedan marcadas sus huellas pero lentos y laboriosos para mi, que tengo que esmerarme en los pedales para mover el peso del conjunto tráiler-bicicleta. Añoro rodar con mi bicicleta liviana y desnuda.
Después de dejar atrás el pueblo de Alobras y a su olmo centenario, tanto los núcleos habitados como la sierra han comenzado a cambiar sutilmente.
Los primeros van ganando extensión y habitantes y en la segunda, en la sierra que se ha domesticado, se ve menos vida salvaje.
El legado árabe a lo que hoy es España se aprecia a lo largo de toda la ruta en la arquitectura, en la gastronomía, en la toponimia. La cerámica, el ladrillo, arcos de herradura, azafrán, guirlaches, almojábanas, trenza mudéjar…, Albarracín, Beamud, Guadalaviar, Beteta, Gúdar…
Después de Torrebaja, donde hago acopio víveres hasta llenar la despensa triangular, comienzo el ascenso de 40 kilómetros que conduce a la cumbre del Javalambre, del “Yabal Ahmar”, la montaña roja que se levanta hasta los 2.019 metros sobre el nivel del mar.
El camino se retuerce como una serpiente a la que le han pisado la cola.
A veces se escarpa agresiva tratando de descabalgarme de su lomo de tierra y piedra. Otras desciende sin fuerzas hasta recuperar el aliento.
La nieve reaparece poco a poco, a manchas olvidadas por el frío a partir los 1.400 metros del altura y me aprovisiono de agua en un pozo dedicado al abastecimiento de los medios de lucha contraincendios.

He consultado la predicción del tiempo para los próximos días y viene más nieve acompañada por fuertes vientos para mañana a partir de las 12:00 m.
Decido forzar el ritmo para hacer noche en el refugio de montaña de Collado del buey y ya no me detengo en lo que resta de tarde salvo para recomponerme por algunas caídas a causa del hielo.
Llego al sencillo refugio poco después de las 05:23 pm. La luz pinta dorados sus muros de piedra anunciando el ocaso.
Después de acomodar el equipo en su interior salgo a dar un paseo caminando.
La nieve ahora se enciende encarnada.
Estamos en el límite superior del bosque y los últimos árboles se van convirtiendo en sombras a mi espalda hasta que se los traga la oscuridad. El silencio de la montaña es inmenso e induce al trance.
Es la primera vez en este viaje que dormimos en un refugio y Kelpa se acomoda junto a la entrada. Sus ojillos nerviosos y sus grandes orejas leen lo que hay más allá de espacio que crea mi pequeña luz.
La noche es plácida, no muy fría y pasa rápido.

Tintinean todavía las estrellas cuando volvemos al camino. El crujido de los neumáticos rodando sobre la nieve endurecida resuena por la ladera. Nuestros alientos se van quedando suspendidos a intervalos regulares a lo largo del camino como señales de humo en fila india, como los puntos suspensivos que guían al lector hasta el desenlace. Los dados ruedan para hacer cumbre antes de que la borrasca nos alcance.
Paisaje agreste, solitario, de horizonte amplio. Nieve y hielo. Magnífico.
A media mañana empiezan a llegar las primeras ráfagas heladas que muerden mi rostro y mis manos. Según la predicción del tiempo el viento alcanzará los 80-90 kilómetros por hora. La temperatura cae y el cielo, cristalino como una joya durante la noche, se pliega bajo un telón de plomo que tamiza la luz.
Después del desvío que conduce al observatorio astrofísico (OAJ) el avance se hace cada vez más lento. Hay mucha nieve que me obliga a cargar con la bicicleta por tramos y en las zonas más expuestas del camino, los heleros de 10 o 15 metros de largo y con una pendiente lateral considerable, dificultan todavía más mi marcha.

Cada vez que al atravesarlos una ráfaga de viento se agarra al remolque y lo arrastra ladera abajo, me falta el tiempo para tumbar la bicicleta, clavar el pedal izquierdo y los cantos de las suelas Vibran en el hielo y detener así la caída por el “tobogán”.
Kelpa hinca las uñas y busca la aerodinámica plegando las orejas y encogiendo su menudo cuerpo.
Ese es el punto de no retorno. A partir de ese lugar la subida es una contrarreloj para no quedar atrapados por la nevada inminente. De producirse entonces, me vería sin posibilidad de avanzar pero tampoco de retroceder por la cantidad de nieve que se acumularía sobre la ya presente en la montaña.
Aunque teníamos víveres para quedarnos allí el tiempo necesario, la perspectiva de abrir camino por más de medio metro de nieve virgen con una bicicleta cargada y un remolque no me resultaba especialmente atractiva.
A las 12:07 m. alcanzamos la cima del Javalambre. A las 12:05 m. ha comenzado a nevar.


El dolor de las manos es terrible y apenas acierto a accionar torpemente los controles de la cámara cuando quiero tomar una foto. De espaldas al fortísimo viento, me siento tan incapaz que paso la cinta alrededor del cuello utilizando los pulgares por temor a que la cámara salga volando de entre mis dedos como un pedazo de papel de seda.
El viento nos zarandea, nos empuja como un violento matón de barrio. Busco refugio a sotavento del vértice geodésico y me acurruco junto a la bicicleta. Kelpa se aprieta a mi lado.
Con paciencia y ayudado por los dientes me pongo un segundo par de guantes y en pocos minutos la montaña desaparece a nuestro alrededor. Con furor salvaje es devorada por los demonios del viento. Ha sido una subida magnífica, estoy feliz.
Como algo por primera vez en el día a las 14:00 pm., ya en pleno descenso, entre las ruinas de una casa de labranza y al resguardo de la nieve. Me pregunto por las personas que una vez la habitaron y recorriendo sus estancias semiderruidas imagino cómo habrán sido sus vidas, sus infancias, sus primeros amores, su vejez cuando ya no pudieron más. Puedo sentir el calor del hogar siempre encendido en invierno, el olor a sopas de ajo y el de los animales en el establo contiguo.
Mamo del bote de miel como si fuera un pecho, con avidez. No desayuno cuando estoy de viaje y la forma de alimentarme es un tanto peculiar. Practico el ayuno así que estoy hambriento.
Continúa cayendo la nieve cuando atravesamos La Puebla de Valverde. El viento también sigue arreciando, ahora de cara, tal es la suerte del ciclista.
Lleno de agua las botellas y me refugio en el primer lugar que encuentro a unos pocos kilómetros después del pueblo para pasar la noche sin complicaciones.
Es un galpón ovejero a la vera del camino. Sin inquilinas, amplio, diáfano, con casi un palmo de excrementos de generaciones de animales tapizando el suelo y la grasa de su pelaje cubriendo las paredes de piedra hasta un metro de altura.
Pero estoy cansado y me parece un palacio.
Algunos copos se cuelan dibujando tirabuzones por una pequeña abertura en el muro, como balas perdidas. La sopa de miso borbotea en el fuego.
La mañana del día siguiente trascurre por caminos monótonos, sencillos, sin complicaciones ni grandes alegrías. Los restos de casas vacías del mismo color arcilloso que la tierra jalonan la ruta abandonados a la intemperie como decrépitos ancianos.
Son los kilómetros de transición hasta el próximo puerto de importancia, la subida a Valdelinares y al Pico Peñarroya.
Paro a deshacerme de la basura acumulada en los últimos dos días en la pequeña población de Mora de Rubielos. Crecida sobre la carretera nacional, su calle principal es un desfile de monos multicolores, música de moda, estrafalarios gorros de lana, gafas de sol, trineos, conversaciones a gritos, selfies, tablas de snowboard y un denso tráfico por la cercanía de las dos estaciones de esquí.
Mi paz interior salta hecha añicos por los aires y pedaleo medio triste los kilómetros que nos separan de la próxima montaña. Todos por asfalto, rodando por el arcén de la carretera y agarrado con tensión al manillar por el viento que me zarandea como un muñegote. Kelpa camina atada a mi lado, sin ganas también, cabizbaja, con cara de estar siendo conducida al matadero.
Al cabo de 10 kilómetros la ruta abandona el asfalto y regresa al bosque. Mi humor va mejorando y Kelpa corretea de un lado a otro persiguiendo rastros que parecen emocionantes. Se vuelve a escuchar graznar al cuervo.


Me apeo de la bicicleta y continúo la subida caminando junto a ella las dos horas largas que nos quedan para montar el próximo campamento.
Los pájaros carpinteros tocan la batería y mi corazón rebosa de agradecimiento y admiración hacia esta hermosa, sencilla y eficiente máquina.
En cualquiera de sus formas: urbana, de carga, con manillar plano, de carretera, de paseo…, una vez que ha pagado su huella kármica de carbono una bicicleta es un ángel metálico por los beneficios que ofrece al ser humano. Por el camino al que lo conduce, por la escuela de pensamiento que le exige. Conduce bicicletas y no tanques. Haz viajes y no la guerra. Quema grasa y no petróleo
El buje trasero ronronea feliz pegado a mis talones mientras avanzamos.
Al final del día encontramos un refugio cerca de la fuente llamada del Hortalán. Empujo la pesada puerta de madera y ella cruje con desgana sobre sus goznes.
Aparecen un par de estancias frías, grises y vacías y al fondo una chimenea hambrienta pidiendo a gritos brazadas de leña.
Mientras busco por el bosque algo que llevarle a la boca, cae sobre nosotros una puesta de sol naranja y carmesí que luego se derrama entre los árboles igual que lo haría una taza de Pu-erth sobre el mantel blanco de la mesa de domingo.
“La montaña roja” brilla casi a contraluz y parece una piedra de luna de ojo de gato en el horizonte.
Por la noche el fuego crepita con alegría a dos metros del saco de dormir. Kelpa es una esfinge tumbada a mis pies que observa danzar a las llamas como lo vienen haciendo los de su especie durante generaciones, desde antes incluso de independizarse del lobo. Con esa mezcla de admiración y respeto.


Me regalo un par de horas de lectura hasta que se termina la leña.
A la mañana siguiente cabalgo un relámpago por la carretera sinuosa hacia Linares de Mora. Es la primera vez en todo el viaje que puedo pedalear sin guantes. La bicicleta se mece obediente entre mis piernas e hilvanamos una curva con la siguiente con estilo impecable, carne y metal en sincronía. Soy un cyborg celta y Kelpa la perra distópica que vino del agua.
Después de parar para beber en la fuente del pueblo y comerme las últimas nueces, empezamos la larga subida al Pico Peñarroya que durará hasta el final de la mañana del próximo día.
La predicción de nieve para última hora contrasta con el cielo azul del mediodía.
Las primeras rampas que aparecen en el camino después de dejar el asfalto son un avance de lo que viene. Empujar, empujar, empujar….., hora tras hora. A veces pienso que me haré viejo empujando.
¿Dónde está la poética de la velocidad de hace apenas unas horas?, ¿dónde se ha quedado atascado aquel “flow”?.
Ahí siguen, pero a otro ritmo. La experiencia me ha enseñado a valorar y disfrutar el esfuerzo y hoy en día, mientras escribo estas líneas, echo de menos profundamente aquellas penalidades.
Ascendemos midiendo nuestro progreso en metros y al alcanzar cierta altura el barro deja paso a la nieve virgen, cada vez con mayor espesor hasta que alcanza mi rodillas. El cielo, ahora gris, ha caído hasta quedar al alcance de la mano y las copas de los árboles se revuelven con violencia.
Supero los repechos avanzando centímetro a centímetro. En los tramos con hielo, como en otras ocasiones durante este viaje, tengo que desenganchar el remolque y subir la locomotora y el vagón por separado. Primero una, después el otro; primero una, después el otro; primero una, después el otro…..
Se aproxima la nevada anunciada.
Bajo la presión de los tres neumáticos al mínimo y mi bicicleta vuelve a brillar. Apenas se hunde 5 ó 7 centímetros. Sus grandes ruedas, convertidas ahora en raquetas de nieve, le dan la sustentación suficiente como para poder empujarla durante los últimos tres kilómetros antes de acampar.
Cuando termino de montar el toldo e instalarme empiezan a caer los primeros copos.
He levantado un pequeño muro de nieve en su perímetro para protegerme y al cabo de pocos minutos la ventisca se estrella contra él, apagando el rugido del hornillo de gasolina que prepara la cena a máxima potencia.
Esa noche la temperatura se desploma y de madrugada Kelpa se cuela otra vez, tiritando, dentro del saco de dormir.
El amanecer nos encuentra avanzando a buen ritmo sobre la nieve endurecida a pocos kilómetros de la estación de esquí de Aramón Valdelinares.



Continúa el mal tiempo y los remolinos de nieve cruzan corriendo los claros del bosque para desvanecerse cuando llegan a la vanguardia de árboles.
Por la noche la sensación térmica ha bajado de los -26º C y todo el equipo está congelado.
La transmisión y los frenos, hidráulicos, no funcionan. Aquellas bolsas que son de algodón encerado están rígidas y se pliegan como si fueran de aluminio. Las cinchas de nylon, especialmente las de color negro, han perdido parte de su elasticidad y quedan encogidas igual que los dedos con artrosis de una vieja.
Llegamos a la estación de esquí cuando esta acaba de abrir sus puertas al público. Hemos saltado súbitamente de la soledad helada del bosque al maremagnum de colores estridentes agitados por el huracán de la urgencia y las prisas.
Hemos pasado de pedalear en el interior de un lienzo invernal de Jacob Ruisdael a encontrarnos desfilando en la semana de la moda de Madrid.
En temporada de invierno una de las pistas de la estación ocupa parte de la ruta de Montañas Vacías así que temo que tenga que dar un rodeo para evitarla.
En cualquier caso me dirijo hacia un muchacho uniformado que, encorvado contra el viento detrás de unas enormes gafas de ventisca amarillas, recepciona a los clientes en uno de los amplios aparcamientos del complejo.
Le informo de la ruta que estoy haciendo y de lo que quiero hacer: circular un tramo por una de sus pistas para continuar mi ruta hacia La Puebla de Valverde.
Él, apuntando con su mano enguantada hacia un pinar que corre paralelo a la pista, me responde que trate de atravesarlo en diagonal y que de esa manera llegaré a la parte baja de la estación situada en la otra vertiente.
Eso me vale como salvoconducto y no pregunto más, aunque sé que con la cantidad de nieve acumulada en aquella zona me llevaría mucho tiempo y esfuerzo atravesarlo.
Subo hasta la cabecera de la pista tratando de escapar de las cámaras de las coloridas “groupies” e ignorando sus peticiones para hacernos fotos con ellas y en cuanto pongo mi rueda delantera sobre la nieve virgen del bosque me quedo atrapado de inmediato.
No quiero atravesar el bosque abriendo huella por más de medio metro de nieve, consumiendo tanta energía de forma inútil. Hay que jugar a ser un chico malo.
Es temprano todavía y no hay muchos esquiadores en la pista. Le doy a Kelpa la orden “junto” para que corra pegada a mi lado y nos lanzamos ladera abajo por el fabuloso tobogán bien pisado a más de 25 kilómetros por hora. Las vistas hacia el valle son magníficas.
Los neumáticos ruedan sin esfuerzo por la pendiente compactada y la mullida amortiguación que proporcionan las grandes cubiertas a presiones muy bajas hace todavía más placentero el rápido descenso.


En pocos minutos salimos de la pista y nos internamos de nuevo en caminos sin ollar para ascender al Pico Peñarroya que, con sus 2.028 metros de altura, es el punto más elevado de toda la ruta.
Al cabo de poco más una hora subimos por los escalones cubiertos de hielo que llegan hasta el vértice geodésico situado en la cima.
El resto del día es una sucesión de descensos, mezclados pero no agitados, ya que el viento, fuerte y racheado, hizo de las transiciones unos kilómetros lentos y peligrosos. Lo suficiente como para prestarles toda la atención mientras pilotaba.
Cuando desaparece la nieve me detengo a beber y a reponer la presión de los neumáticos para bajar por las pistas de tierra y piedra sin miedo a dañar alguna llanta. Más adelante, al desembocar en la carretera que fluye hasta al bonito pueblo de Alcalá de la Selva, vuelvo a detenerme para subir todavía más la presión de las cubiertas e intentar que los agresivos neumáticos no se queden agarrados al asfalto.
Por la carretera, con mucho tráfico, Kelpa viaja en el remolque haciendo surf urbano como una adolescente sobre el techo de la furgoneta y en cada curva se inclina hacia el interior para compensar la fuerza centrífuga. La velocidad hace flamear las puntas de sus orejas y sus ojillos entrecerrados parecen puñaladas sobre un cartón marrón oscuro.
Alcalá de la Selva. El viento lacerante queda desorientado dentro del laberinto de calles empedradas del pueblo. Los grandes aleros de los tejados dan cobijo a viajeros y aldeanos igual que lo hace la gallina con sus pollitos.


Dejo la bicicleta apoyada contra un muro y Kelpa se tumba bajo el alto pedalier. Cubre con su cola el hocico y se dispone a esperar observando a los seres humanos que pasean abrigados hasta los dientes.
A la pequeña tienda del pueblo, escondida en la segunda planta de un viejo edificio de la calle principal, se accede por una estrecha y empinada escalera interior de madera que cruje a cada paso. Dentro, una estufa de gas mantiene la estancia caldeada. Compro frutos secos, chocolate, pan de higo y después de pagar me quedo hablando un rato con los dueños, una pareja de mediana edad que despacha en mandilón y zapatillas.
“Los últimos años vienen muchos ciclistas por aquí” – me cuenta el hombre – “sobre todo en primavera y en otoño, aunque también en verano, pero nadie lo hace en invierno…”.
La mujer limpia la máquina de cortar embutido y me mira de reojo. Cada vez con mayor apremio. Cada vez con menos ganas de cháchara.
Cuando me voy, en la escalera hay una hilera de personas que llega hasta la calle. Esperan en silencio, espaciadas cada cuatro o cinco escalones como mudas fichas del dominó puestas en vertical, una tras otra. Con motivo de la pandemia el aforo está limitado y nadie podía entrar mientras yo no saliera. Con razón la mujer no quería darme más conversación.
Acomodé la compra en la bolsa del cuadro y continué mi camino mientras granizaba y llovía y caía aguanieve y volvía a granizar y a media tarde monté el campamento después de haber dejado atrás el pueblo de Cabra de Mora, en unos campos sin arar junto al río Valbona, al amparo de un bajo muro de piedra.
Entonces no lo sabía pero aquella sería la última noche que pasaría acampado en aquel viaje.


Al día siguiente trataría de estirarlo una jornada más levantándonos tarde, pedaleando despacio, parando cada dos por tres, viendo fotos donde no las había pero aquel ritmo era demasiado forzado, lerdo, antinatural y los kilómetros volaban bajo las ruedas a pesar del cierzo y mi vano empeño.
Todo tenía sabor a final: mi ropa, el paisaje, la luz, el sonido de la bicicleta al rodar por los caminos domesticados de grava.
El argumento de peso que inclinó la balanza fue el placer mundano. Nos imaginé cenando un buenos chuletones. Miré a Kelpa a los ojos, casi podía olerlos y comencé a salivar.
Apretamos el ritmo y a las 04:00 pm estábamos en la plaza del Torico.
Sentado en la terraza de un café observaba a los seres humanos como paseaban abrigados hasta los dientes. Iban y volvían de compras, salían y entraban a trabajar. Tras 14 días de ruta habíamos regresado a Teruel.
Pedí al camarero un segundo café, llamé a casa y después pedaleé hasta el Parque de bomberos para recuperar el furgón, cargar el equipo, darme una ducha y despedirme de los compañeros.
Luego conduje hasta una céntrica área de autocaravanas y por unos días nos dedicamos a holgazanear y pasear por la ciudad.
También tuve oportunidad de conocer y compartir unos momentos con el amable Ernesto Pastor. Él es el alma máter de la ruta ciclista llamada “Montañas Vacías” y haciendo honor a su apellido se dedica a guiar y orientar a ciclistas de cualquier rincón del mundo sobre la mejor manera de recorrerla. A repoblar con sus granos de arena esa parte de la España vaciada.


A última hora de aquella tarde en que llegamos y después de aparcar el furgón junto a unos bonitos jardines, fuimos a hacer la compra a un supermercado cercano.
Semejante abundancia tras dos semanas ascéticas produjeron en mi espíritu cierta desorientación, cierta sensación de mareo.
Cuando salimos de regreso a nuestra casa rodante pasamos por delante de un parque para perros en el que Kelpa quiso entrar a marcar territorio y olfatear el trasero de algunos congéneres obesos, aburridos y ansiosos. Ella también se sintió un tanto desubicada.
Nos refugiamos en el furgón, aparcado junto a aquellos bonitos jardines.
La bicicleta se exhibía semidesnuda encadenada a las barras del portabicis trasero y el remolque, amarrado panza arriba sobre la baca del techo, parecía un gordo barrigudo secuestrado por la mafia.
Dentro del pequeño cuarto de baño, las bolsas, el toldo, las esterillas, todos los pertrechos del viaje que hace unos horas eran el centro de mi día a día, ocupaban buena parte del espacio apilándose a media altura y yo estaba feliz por vestir ropa limpia.
La cálida luz ambiental sobre la cocina bañaba el interior de madera. Olía a sándalo y a calor de hogar.
Sintonicé algo de jazz en la radio, me preparé un Dry Martini mezclado pero no agitado y me puse a preparar la carne mientras hablaba con Kelpa de tonterías. Ella dormitaba con un ojo abierto, mirándome, tumbada en el asiento invertido del copiloto.
Roberto García Lema
@desdeelcamino
ChumbaUSA.com